PROYECTO DE ACUERDO

 

BENEMERITAZGO DE LA PATRIA A

FRANCISCO AMIGHETTI RUIZ

 

Expediente No. 13.471

 

 

 

ASAMBLEA LEGISLATIVA:

     “La palabra de Amighetti alegra. Hablar con él gratificaba. Conocerlo de cerca fue un premio del destino(...) pues lo primero que atraía en él, su primera obra de arte era la conversación, el goce de hablar y tender puentes poéticos al interlocutor(...) Amighetti hace arte sin cesar con el pincel, con las tintas, con el lápiz, cuando escribe los poemas de la intimidad o los relatos de su memoria vagabunda; pero también cuando habla y conversa, cuando transmuta en el oro de su voz el más cotidiano de los relatos. Este poder de la palabra es el timbre, la metáfora, la poesía cotidiana, la agudeza conceptual y el ingenio de sus observaciones.”[1]

     Así se refiere el escritor Rafael Ángel Herra a la huella que dejó en él la fuerza del artista Francisco Amighetti Ruiz.

     Francisco Amighetti Ruiz nació en 1907 en San José, en una modesta y digna familia de clase media.  No desarrolló su genio artístico a partir de estudios sistemáticos, sino a partir de un método sin método:  un acopio inteligente de experiencias vitales decantadas gracias a viajes, lecturas, talento, disciplina y permeabilidad, que generó una mente lúcida y desarrollada en la plástica y en la literatura.

     Ciertamente, uno de sus mayores méritos fue elevar la cotidianidad costarricense al nivel del arte internacional: campesinos, calles y carretas, beatas, borrachitos y prostitutas, esfinges en el balcón y seres solitarios que las llaman con el desamparo de ademanes inútiles, mujeres solas en cuartos solos o en escaleras oníricas, esa niña que resiste los ventarrones con un ojo sí y otro no, y el escalofrío de sus Viejos Esperando la Muerte, descompuestos por el terror y la obsesión.

     De su infancia nos cuenta lo siguiente el célebre escritor costarricense Joaquín Gutiérrez: “Al final de la primera década de este siglo, en la cintura de América nació un niño. Parecía común y corriente, sólo que desde muy chico fue distraído, ’ido’ que llaman. Y tan precozmente enamoradizo que les levantaba las enaguas a las niñitas en la escuela. Les tenía además, miedo a los murciélagos y mucho miedo al diablo.  Era delgado, casi flacucho.  Y más que jugar a los trompos o a la pelota le gustaba observar las vetas de la madera, el entrelazamiento de las ramas de un higuerón o el rebaño asustadizo de las nubes cuando soplaban los nortes.  Y en particular le gustaba el ambiente cálido de la cocina, con su techo de tejas, su pila llorando por un trapito y la boca iracunda del fogón.  Le gustaba porque allí podía crear, crear con la masa de maíz, muñequillos -conejos, ranas, pescaditos- que después ponía a cocer arrimados al comal.  Y un día -día que iba a ser definitorio en su vida- sacó un tizón de la cocina y comenzó a dibujar con él, en el aire, como con un pincel, hermosísimos arabescos purpúreos. Los primeros que hizo le produjeron gran perplejidad. Eran fugacísimos, pero de un modo misterioso persistían en sus pupilas absortas, como si un finísimo buril los hubiera grabado allí para que perduraran unos segundos más en la retina.  Se sobrecogió.  Y el escalofrío alborozado que sintió en el corazón fue aún mayor que el que sentía cuando le levantaba las enaguas a las chiquillas en la escuela.” [2]

     La adolescencia fue dolorosa por la pérdida del padre y la pobreza que asoló a la familia.  La tristeza del internado en el Colegio Seminario la mitigaba contemplando vitrales, y al pasar a la Escuela Juan Rudín se encontró con la libertad de la naturaleza, lo cual le inspiró para más tarde perfeccionar el dibujo en los parques y no en las academias. “No soy un profesor sino un vagabundo que ha vuelto a amar los parques donde soñaba siempre, escuchando el tranvía huyendo hacia el suburbio”,[3] escribió don Paco sobre sí mismo.

     Formó parte de la generación de la “nueva sensibilidad” (o generación nacionalista), que descubrió el paisaje costarricense, aunque él pronto se diferenció por su acusado interés en la figura humana, que lo llevó a estudiar muralismo y grabado en México.

     De él afirmó lo siguiente el diario La Nación:  “múltiple y esencial, descubridor y creador, profundamente local y abiertamente universal, el aporte de don Paco no admite categorías estrechas; sólo la plural grandeza de haber logrado una suma y esencia de los grandes temas humanos en versión profundamente nacional.  Por eso don Paco nos pertenece a todos. Su memoria está presente incluso en quienes no lo conocieron ni han conocido su aporte, porque su obra somos nosotros mismos; en ella nos reflejamos y reconocemos.  Forma parte de nuestra identidad.”[4]

     El pintor Juan Luis Rodríguez dijo de don Paco que él fue el último de los grandes autodidactas, y Joaquín Gutiérrez señaló: “fue autodidacta y no lo oculta; al contrario, lo enorgullece. Sus estudios regulares académicos, su invencible vocación interior lo condujo por el camino empinado, en el que cualquiera se desalienta, tropieza o cae. Y él tropezó, pero no se desalentó y menos cayó. Manera exigente y única que tiene el autodidacta de aprender.”[5]

     Sin quedarse atrás, él mismo lo reconoció abiertamente: “(...) jugar era todo.  Jugar fue la pasión de mi niñez. Aprender fue un castigo, excepto cuando más tarde empecé a hacerlo por mi propia cuenta.”[6]

     En 1937 recibió el primer premio en la IX Exposición Centroamericana de Artes Plásticas, realizada en Costa Rica; en 1969 le fue otorgado el primer premio en grabado de los Juegos Florales “Abelardo Bonilla”, y en 1970 el Premio MAGÓN de Cultura.

     Su carrera continuó germinando, pues en 1974 el Gobierno de Francia le concedió el título de Commandateur de L’Ordre Des Arts et del Lettres, y en 1993 la Universidad de
Costa Rica lo declaró Doctor Honoris Causa.

     Sus obras forman parte de las colecciones del Museo de Arte Costarricense, del Museo de Arte Moderno de Nueva York, del Museo de Grabado de Buenos Aires, Argentina; del Museo de Grabado Latinoamericano de San Juan, Puerto Rico; del Ibero Club de Bonn, Alemania; de la Colección Ludwig Roselius de Bremen, Alemania; del Museo de Arte Latinoamericano de La Habana, Cuba; del Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro, Brasil, y del Museo de Arte Moderno de Osaka, Japón.

     La obra de don Paco Amighetti ha sido considerada como una de las más significativas de todos los tiempos, porque se enraiza muy hondamente en la identidad costarricense y al mismo tiempo es sabiamente universal.  Sus grabados alcanzaron los mayores niveles internacionales, y por ello fue reconocido en todo el mundo; sin embargo, nunca sobrepasó la natural humildad de los grandes: “dibujaba una línea horizontal, y con este elemento tan simple nació la distancia y reposó el mar en su inmenso lecho.”[7]

     Fue también un poeta y cultivó este arte con finura, así como la prosa intimista, el óleo, la acuarela y el mural: “yo quería seguir la enseñanza de las nubes que bogaban en el océano del cielo y nunca se detenían.”[8]

     Los especialistas han reconocido en su obra influencias de Picasso y del expresionismo alemán de postguerra, así como del trecento y el cuatrocento italianos, de Posada y Rivera en la esfera mexicana, y la última, sin duda la más benéfica, la de los inmensos grabadores japoneses Hokusai e Hiroshige.

     A partir de estos antecedentes y de su insuperable ingenio, adquirió un estilo inconfundiblemente “amighettiano”, para catapultarse entre los grandes maestros del grabado de todo el continente.  Fueron treinta años dedicados a la cromoxilografía, en la que imprimió sus visiones humanistas con fuerza, belleza y brutalidad.

     El diario La Nación afirma que “con él desapareció el último representante de una generación pionera en nuestra plástica, la que hizo que el arte de Costa Rica se convirtiera en arte costarricense.”[9]

     Merced a su gran talento y disciplina, impartió clases en la Escuela Normal y en el Liceo de Costa Rica. Enrique Macaya Lahmann le ofreció una cátedra en la naciente Universidad de Costa Rica, donde impartió lecciones de Historia del Arte durante 22 años.

     Caminante insaciable, supo tomar lo mejor de las naciones para afirmar su propia identidad: “descubrí mi patria alejándome, la vislumbré en evocaciones y nostalgias, y por todos los caminos desemboqué en ella”[10], escribió.

     De su obra literaria deben señalarse tres libros fundamentales: Francisco y los caminos, Francisco en
Costa Rica y Poesía.

     El escritor Carlos Cortés, comenta sobre su obra: “Amighetti fue un estilo, un arte, una forma, una manera de vivir.  A los dos años descubrió la luz y poco después la línea, y a los diez halló su propio rostro entre las máscaras de cartón del tío Melico Freer -el de la mascarada- y desde entonces dedicó su vida a descubrir, a dibujar, a tallar o pintar un rostro diferente para todos los días de la existencia, un rostro siempre cambiante y siempre idéntico como espejo del alma humana, siempre Amighetti.”[11]

     Y no era para menos, pues el ambiente en que se desarrolló produjo dos generaciones de artistas y escritores. El San José de 1925 a 1945, el de don Joaquín García Monge, el de las tertulias en la casa de Carmen Lira, el de Quico Quirós, Juan Rafael Chacón, Carlos Luis Sáenz, Max Jiménez, Emilia Prieto, Carlos Luis Fallas, Francisco Zúñiga, Juan Manuel Sánchez, Manuel de la Cruz González, Yolanda Oreamuno, Arturo Echeverría, Fabián Dobles, Adolfo Herrera García y Eunice Odio.

     Guido Sáenz, ex Ministro de Cultura, dijo de él:  “Paco dejó una obra monumental, cuantiosa y de enorme calidad. Deja un semillero enorme en la gente de todas las generaciones. Fue un hombre que vivió para servir y eso no lo tienen todos los artistas.  Su obra traduce un sentimiento doloroso, desgarrado de la vida, pero nunca amargo.”[12]

     Por formar parte de nuestra identidad, por convertirse en un gran maestro inspirador de generaciones de artistas, pero más que todo por heredar un conjunto de obras que nos permiten reconocernos y meditar hondamente sobre lo que somos, y por haber sido un ser humano ejemplar, un inspirador, un maestro en el arte de la vida, con la capacidad que tienen tan pocos de transmitir ese amor por medio del grabado, la pintura, la poesía y la misma conversación, don Paco merece ser contado entre los grandes de la patria.

     Por estas razones, someto a la consideración de la Asamblea Legislativa el siguiente proyecto de acuerdo, cuyo fin es declarar Benemérito de la Patria al insigne maestro, al artista, al poeta, al sabio Francisco Amighetti Ruiz.


 

LA ASAMBLEA LEGISLATIVA DE LA REPÚBLICA DE COSTA RICA

ACUERDA:

 

BENEMERITAZGO DE LA PATRIA A FRANCISCO AMIGHETTI RUIZ

 

ARTÍCULO ÚNICO.-   Declárase Benemérito de la Patria al insigne maestro Francisco Amighetti Ruiz.

 

     Rige a partir de su aprobación.

 

 

 

 

Manuel Antonio Bolaños Salas

DIPUTADO

 

30 de noviembre de 1998, xbs.  Rev. Ruth.

 

NOTA:     Este proyecto pasó a estudio e informe de la
          Comisión Permanente de Honores.


[1]      Herra, Rafael Ángel.  La palabra del artista total.  La Nación, jueves 26 de noviembre de 1998, pág. 15A.

[2]      Amighetti, Francisco.  Francisco Amighetti.  San José:  Editorial de la Universidad de Costa Rica, 1989, págs. 15-16.

[3]      Ibid, pág. 143.

[4]      Don Paco y la memoria. Editorial de La Nación, sábado 14 de noviembre de 1998, pág. 13A.

[5]      Amighetti, Francisco, op. cit., pág. 17.

[6]      Ibid, pág. 37.

[7]      Ibid, pág. 27.

[8]      Ibid, pág. 115.

[9]      La Nación, op. cit., pág. 13-A.

[10]     Citado por Dobles, Aurelia. “El caminante deja su ventana”, La Nación, 14 de noviembre de 1998, pág. 5A.

[11]     Cortés, Carlos. “Amighetti y ya”, La Nación, domingo 15 de noviembre de 1998, pág. 13 A.

[12] Ciitado por Dobles, Aurelia, art. cit.