Exposiciones:
Individuales
Colectivas
Biografía
Premios
Obras
Comentario
|
1900 |
Nace en San
José
"Lo conocí en 1940, en la oficina
del "Repertorio Americano". Yo solía visitar al
maestro García Monge, en demanda de ayuda para las
tareas escolares. Max Jiménez me dio una impresión
terrible: para verle sus ojos se necesitaba
ascensor. Su ronca voz me asustó. Su manera violenta
me inquietó. De inmediato, don Joaquín se percató de
mi miedo, pues ya a solas, me mostró un número del
"Repertorio Americano" con unas esculturas de Max.
Cuando vi aquellas figuras austeras las sentí como
edificios, como estructuras arquitectónicas que
recibían vida y animación
El de Max, era muy diferente al trabajo del alfarero
—creo que salvadoreño— quien vivía al costado norte
del Liceo de Costa Rica. Yo solía pasar las horas
muertas viéndolo maravillado cómo de sus manos
salían animalitos que ponía a asolear. Después los
pintaba con colores chillones, demasiado vivos y mal
combinados y los metía a un horno para endurecerlos.
Al ver las esculturas de Max me sentí atraído hacia
aquella experiencia que me daba cuenta de las cosas
y las hacía conscientes. Quizás porque yo era un
espíritu contemplativo, me encantó admirar esas
esculturas. Sin embargo, comprendiendo la profunda
diferencia de temperamentos —tanto el de Max como el
mío—, algo me impulsó a aceptar a Max.
Max era un solemne "patacaliente", un trotamundo. Y
nos veíamos cuando él llegaba a visitar a don
Joaquín. Algunas veces me invitó a visitar su
taller, en Barrio Aranjuez o en su casa de
Puntarenas. Observé que según la sensibilidad de los
órganos se puede ver de manera diferente lo que
otros apenas miran. Y allí, conversábamos. Mientras
él dibujaba me hablaba de sus viajes, de sus
experiencias, de sus ideas acerca el arte, de sus
amistades. (Años más tarde, cuando ya él había
fallecido, muchos de sus amigos también lo fueron
míos: Alfonso Reyes, Gabriela Mistral, Arturo Uslar
Pietri, León Pacheco, Miguel Ángel Asturias...).
Debo a Max mi adentramiento en Montaigne y en
Bourdelle, en Maillol, en Lipchitz y mi afición por
el grabado en madera. También debo a la mente
filosófica y a la pasión antillana desaforada de
Max, mi gusto por el contrapunto del tabaco y el
azúcar. También, él me marcó con sus ideas rebeldes.
Mi último recuerdo de Max data del año 1947. Un día
irrumpió en la oficina del "Repertorio Americano".
Imperativo como era, dijo; 'Don Joaco, vamos a salir
a ventearnos un rato". Y nos llevó a Escazú en
compañía de Salarrué, de paso por Costa Rica. Nos
llevó a una casa campesina donde; convenció a la
señora para que nos preparara algo de comer. Entre
tanto, él y Salarrué se "guarecían". ¿Se aseguraban
para afrontar algo maravilloso? De) pronto salieron
a subir una montañuela. Corrían como niños alocados
diciendo que allí, en Escazú, la tierra vibraba. Que
sentían las fuerzas telúricas; que perseguían
ocultas dríades e iban con ellas a vivir dentro de
los árboles. Todo era] una embriaguez panteísta para
mí insondable. Eran sacerdotes de un culto para] mí
deslumbrante.
Cuando regresaron sudorosos venían hablando de
pintura, de escultura, de fotografía y de otras
artes. Entonces Max dijo algo como esto:
Me pregunto cuál ha de ser la definitiva
manifestación artística de cada uno. Las artes cada
vez se me presentan más encadenadas. Soy amigo de
los cambios radicales, a los cuales creo que debe]
mucho de su vida la sensibilidad.
Max era creyente sincero de tal modo de pensar. En
efecto, se dedicó a la pintura, a la xilografía, a
la fotografía, al periodismo, a la prosa, al verso y
la escultura. Fueron arrebatados sus períodos de
creación artística y en todos agigantó su
personalidad.
Max Jiménez Huete nació en un hogar económicamente
holgado el 9 de abril de 1900. De niño se mostró
rebelde e indisciplinado para los estudios
sistemáticos. A los 19 años marchó a Londres a
estudiar comercio, según su padre. En realidad,
atendía más una vida bohemia y a su deseo por
expresarse plásticamente. Con el anhelo íntimo de
ser artista, rumbea a París donde se relaciona con
otros jóvenes hispanoamericanos: Alfonso Reyes,
Cardoza y Aragón, Miguel Ángel Asturias, César
Vallejo, Toño Salazar, Arturo Uslar Pietri, León
Pacheco y otros.
En París, y en procura de sabiduría, asiste a
conferencias y exposiciones. Allí traba nexos con
representantes del fauvismo. Pinta óleos, en los que
deforma tremendamente los cuerpos, dibuja cabezas
pequeñas y contrasta colores oscuros y queda
atrapado en uno de los tantos modos picassianos.
No obstante su temperamento fuerte y soberbio, que
no acepta ni consejo ni críticas, logra captar la
amistad de los escultores Mateo Hernández y José De
Creft. El último lo inicia en la escultura.
Durante su permanencia en París se introdujo en la
atmósfera de descontento y rebeldía de los artistas
de la nueva generación. Precisamente, ahí, Max se
identifica con la lucha de los escultores modernos y
se irguió contra el realismo anecdótico que
sustentaba la escultura del siglo anterior. En esos
días Brancusi, Archipenko, Lipchitz y otros, con
sobrado eclecticismo se inspiraban en las esculturas
africanas para la descomposición geométrica de las
formas humanas y para hacer hablar a las masas un
lenguaje rigurosamente escultórico. En estos días,
el recurrir al abstraccionismo les revelaba el
sentido de lo escultórico, de lo imprescindible, de
la lisura. Esto los constriñó a atender únicamente
las "cualidades primarias" de la escultura. Y advino
una nueva sensibilidad que sustituía algunos
volúmenes por una evocación espacial y expresaba la
idea estética inmersa en las formas, la materia y el
espíritu. Una sensibilidad ligada íntimamente a las
famosas "búsquedas" de los artistas de vanguardia,
quienes intentaban manifestar algo cada vez distinto
y nuevo y particularizarse, ceñidamente, ellos
mismos.
En estas lucubraciones, Max Jiménez irrumpió como
escultor. El cubista Archipenko quizá le insufló el
principio de sintetizar las formas y condensar las
esencias. Aprendió a pulir los bronces, a
transformar los valores táctiles en ópticos, atraído
por Brancusi. Emuló del cubismo, en parte, la
decisión de desrrealizar las cosas.
Entre 1920 y 1924 modeló catorce piezas en cuya
ejecución gozó del manejo de volúmenes puros. Fundió
algunas de ellas en bronce; hizo otras en piedra y
en madera, Max exhibió estas obras en la Galería
Percier en 1924. "Buscó una síntesis atrevida
—reconoce el crítico Gustavo Kahn— tendiendo a dar
fórmulas breves y sugestivas, renunció a la
descripción literal de las cosas".
Por ejemplo, su obra "El beso" representa la eterna
pareja en abrazo, en plena fusión corporal y
espiritual. En "Figura en cuclillas", Max explota la
composición a base de volúmenes redondeados, casi
esféricos. En "Mujer de pie", aborda las masas con
lógica audaz a base de ovoides. El observador nota
en "La mujer con el perro" que Max Jiménez concentró
su atención en la dinámica de los volúmenes
geométricos. Tanto en su "Pietá" (Maternidad) como
en sus cabezas y en "Venus" el escultor pugna por un
arte realista pero no totalmente sujeto al modelo.
En estas primeras obras desrrealiza. No rechaza los
sentimientos naturales, humanos. Antes, siente la
fuerza de los volúmenes macizos, simples, de los
bloques cerrados, cargados de pesantez. No comparte
del todo las ideas prevalecientes de deshumanizar el
arte, tal como lo decían los lectores de Ortega y
Gassét porque deshumanizarlo constituiría eliminar
el sentimiento. A Max únicamente le acuciaba el
reducir el cuerpo humano a sus primarios, básicos,
esenciales elementos.
En 1925 regresa a su patria y ahonda amistad con
Joaquín García Monge y Carmen Lira. Abandona la
escultura para dedicarse al periodismo, a la
literatura y a la ganadería.
Con las exposiciones del "Diario de Costa Rica"
(1928-1937) se le despierta de nuevo el deseo de
trabajar la escultura. Ejecuta varias cabezas de
granito; la "Danaide"; una "Maternidad" en madera y
una "Cabeza de caballo". Pero no expone con los
otros artistas sino que se dedica a la xilografía y
a la pintura, que se benefician de su poder
escultórico.
Joaquín García Monge fue quien reveló
continentalmente el genio creador de Max Jiménez en
las páginas del Repertorio Americano". Hizo público
un comentario de Gustavo Kahn y algunas fotografías
de las esculturas del inquieto artista.
"Monstruosas", fueron consideradas por mucha gente.
Nada tenían que ver con la escultura en mármol que
la gente estaba acostumbrada a ver adornando el
Teatro Nacional o los mausoleos en el Cementerio
General. De ahí que en Costa Rica, el arrebato
rebelde de Max no obtuvo la repercusión necesaria
para torcer el rumbo de nuestra cultura. Un brote
perturbador, eso fue.
Hoy día, la reacción violenta que provocaron las
estatuas "monstruosas" de Max Jiménez se ha
convertido en aceptación y apreciación. Mientras Max
vivió, sus esculturas tan solo fueron conocidas por
sus amigos íntimos. De ahí que no ejercieron una
influencia directa en su generación, ni en el cambio
de estilo del gusto estético en el público. Yo tuve
la oportunidad de verlas en su taller en Barrio
Aranjuez y, otras, en su casa en Puntarenas. Y de
allí surgió el cariño que tengo por sus obras,
cariño que se acrecentó cuando en 1948 se expusieron
en Costa Rica por primera vez. Entonces, los
estudiantes universitarios se burlaban de ellas y
hubo alguno que intentó destruir la "Cabeza de
negra". En la frente está la señal de la barbarie
ilustrada.
Ahora que recuerdo a Max Jiménez, el rebelde, viene
a mi memoria una página escrita por otro amigo común
muy querido, el exrector de la Universidad de San
Marcos de Lima, quien prologó uño de mis libros. Me
refiero al ilustre Luis Alberto Sánchez. Él escribió
rememorando el genio y figura de Max lo siguiente:
Era un hombrachón alto, grueso, melancólico y
mordaz, dueño de todas las artes pues lo plástico le
convenía tanto como lo literario. Andaba por el
mundo con su carga de explosivo y creador
aburrimiento, sembrando inquietudes y amistades, en
su saldo de lo inverso, que es lo indispensable en
tales menesteres.
Hablaba con voz bronca y fuerte. Nunca opinó a la
sordina. Rociaba, es cierto, con alcohol, mucho de
su pensamiento y decires sin que el desequilibrio le
hiciera incurrir en otros extremos que los que su
propia sobriedad le autorizaba de mañana.
Fue el contertulio de todas las trastiendas de
librerías, locales de exposiciones, peñas de
artistas y tabernas letradas de donde quiera estuvo.
Max Jiménez murió en Buenos Aires, República de
Argentina, el 3 de mayo de 1947. Su cuerpo fue
traído San José y cuando se le fue a inhumar, su
cuerpo no cabía en la fosa. Se cumplió su última
súplica, escrita tiempo atrás:
¡Abrid más ese hueco!
¿No veis que allí no cabe lo que ha sido mi vida?
Abrid más esa tierra,
tal vez allí me llegue la compañía de un eco.. .
Para tanto que he amado, para tan largo sueño,
¿no veis que es muy pequeño?
El 3 de julio de 1983 el destino volvió a unir
nuestros nombres: se me concedía la."Medalla de Oro
Max Jiménez Huete" con que la Asociación Cultural
Max Jiménez Huete honra a los creadores de Patria.
Medalla que llevo metida en mis sentimientos, porque
es un diario recuerdo del amigo ya ido...
Unas finas dedicatorias de sus libros El Jaúl,
Revenar, Poesía, Fantoches y Sonajas, recuerdan
nuestra amistad. Hace pocos meses (abril de 1990) un
ladrón se metió en mi casa y se los llevó. Solo
espero que los lea y relea como yo solía hacerlo..."
Comentario de Dn Luis
Ferrero-Acosta en su libro
Escultores
Costarricenses
Luis Ferrero-Acosta
Editorial Costa
Rica,1977
ISBN 9977-23-569-4
Reprodusco este texto
ya por su riquesa sentimental como por ser el
testimonio de quien tuvo contacto con El. |