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Entramos, por fin, a empellones.
Señoras, caballeros, mujeres del pueblo,
obreros, oficiales, abuelas, criadas, todos
con niños de la mano y cargados con los
libros y objetos de que antes hablé,
llenaban vestíbulo y escaleras, produciendo
un rumor como cuando se sale del teatro.
Volví a ver con alegría, aquel gran zaguán
del piso bajo, con las siete puertas cíe las
siete clases, por donde pasé casi todos los
días durante tres años. Las maestras de los
párvulos iban y venían entre la muchedumbre.
La que fue mi profesora de la primera
superior me saludó diciendo: '«¡Enrique, tú
vas este año al piso principal, y ni
siquiera te veré a! entrar o salir!» Y me
miró con tristeza. El director estaba
cercado por una porción de madres que le
hablaban a la vez, pidiendo puesto para sus
hijos; y por cierto que me pareció que tenía
más canas que el año pasado. Encontré
algunos chicos más gordos y más altos de
como los dejé; abajo, donde ya cada cual
estaba en su sitio, vi algunos pequeñines
que no querían entrar en el aula y se
defendían como potrillos, encabritándose,
pero a la fuerza les hacían entrar en clase,
y aun así, algunos se escapaban después de
estar sentados en los bancos; otros, al ver
que se marchaban sus padres, rompían a
llorar, y era preciso que volvieran las
mamas, con lo que la profesora se
desesperaba. Mi hermanito se quedó en la
clase de la maestra Delca-to; a mí me tocó
el maestro Perbono, en el piso primero. A
las diez, cada cual estaba en su sección :
cincuenta y cuatro es la mía; sólo quince o
diez y seis eran antiguos compañeros míos de
la segunda, entre ellos Deroso, el que
siempre sacaba el primer premio. ¡Qué triste
me pareció ia escuela recordando los bosques
y las montañas donde acababa de pasar el
verano! Hasta me acordaba con pena de mi
antiguo maestro, tan bueno, que se reía
tanto con
nosotros; tan chiquitín, que casi parecía un
compañero; y sentía no verlo allí con su
cabeza rubia en- . marañada. Nuestro
profesor de ahora es alto, sin barba, con el
cabello gris, es decir, con algunas canas, y
tiene una arruga recta que parece cortarle
la frente; su voz es ronca, y nos mira fijo,
fijo, uno después de otro,' a todos, como si
quisiera leer dentro de nosotros; no se ríe
nunca. Yo decía para mí: «He aquí el primer
día. ¡Nueve meses por delante! ¡Cuántos
trabajos, cuantos exámenes mensuales,
cuántas fatigas!» Sentía verdadera necesidad
de encontrar a mi madre a la salida, y corrí
a besarle la mano. Ella me dijo: «Animo,
Enrique; estudiaremos juntos las lecciones!»
Y volví a casa contento. Pero no tengo el
mismo maestro, aquel tan bueno, que siempre
sonreía, y no me ha gustado tanto esta clase
de la escuela como la otra.
Nuestro maestro.
Martes, 18. — También me gusta mi nuevo
maestro desde esta mañana. Durante la
entrada, mientras él se colocaba en su
sitio, se iban asomando a la puerta de la
clase, de cuando en cuando, varios de sus
discípulos del año anterior para saludarlo :
«Buenos días, señor maestro; buenos días,
señor Perbono.» Algunos entraban, le cogían
la mano y escapaban. Se veía que le querían
mucho y que habrían deseado seguir con él.
El les respondía : «Buenos días», y les
apretaba la mano, pero no miraba a ninguno;
a cada saludo permanecía serio, con su
arruga en la frente^ vuelto hacia la
ventana, y miraba al tejado de la casa
vecina, y en lugar de alegrarse de aquellos
saludos, parecía que le daban pena. Luego
nos miraba uno después de otro, con mucha
fijeza. Empezó a dictar, paseando entre los
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bancos, y al ver a un chico que tenía la
cara muy encarnada y con unos granitos, dejó
de dictar, le tomó la barba y le preguntó
qué tenía; le tocó la frente para ver si
sentía calor. Mientras tanto, un chico se
puso de pie en el banco y empezó a hacer
tonterías. Se volvió de pronto, como si lo
hubiera adivinado: el muchacho se sentó y
esperó el castigo, encarnado como la grana y
con. la cabeza baja. El maestro se fue a él,
le colocó una mano sóbrala cabeza, y le dijo
: «No lo vuelvas a hacer.» Ni una palabra
más. Se dirigió a la mesa, y acabó de
dictar. Cuando concluyó, nos miró un
instante en silencio; con voz lenta y aunque
ronca, agradable, empezó a decir : «Escuchad
: hemos de pasar juntos un año. Procuremos
pasarlo lo mejor posible. Estudiad, y sed
buenos. Yo no tengo familia. Vosotros sois
mi familia. El año pasado todavía tenía a mi
madre: se me ha muerto. Me he quedado solo.
No tengo en el mundo más que a vosotros; no
tengo otro afecto ni otro pensamiento.
Debéis ser mis hijos. Os quiero bien, y es
preciso que me paguéis en igual moneda.
Deseo no castigar a ninguno. Demostrad que
tenéis corazón; nuestra escuela constituirá
una familia, y vosotros seréis rni consuelo
y mi orgullo. No os pido promesas de
palabra, porque estoy seguro que en el fondo
de vuestra alma ya lo habéis prometido, y os
lo agradezco.» En aquel momento apareció el
bedel a dar la hora. Todos abandonamos los
bancos despacio y silenciosos. El muchacho
que se había levantado de pie en el banco se
acercó al maestro y le dijo con voz trémula
: «¡Perdóneme usted!» El maestro le besó en
la frente, y le contestó, «Está bien; anda,
hijo mío.»
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Una desgracia.
Viernes, 21. — Ha empezado el año con una
desgracia. Al ir esta mañana a la escuela,
refiriendo a mi padre las palabras del
maestro, vimos de pronto la calle llena de
gente que se apiñaba delante del colegio. Mi
padre dijo ai punto: «Una desgracia. Mal
empieza el año.» Entramos con gran trabajo.
El conserje estaba rodeado de padres y de
muchachos, que los maestros no conseguían
hacer entrar en las clases, y todos se
encaminaban hacia el cuarto del director,
oyéndose decir: «(Pobre muchacho! ¡Pobre
Roberto!» Por encima de las cabezas, en el
fondo de la habitación llena de gente, se
veían los quepis de los guardias municipales
y la gran calva del señor director; después
entró un caballero con sombrero de copa, y
todos dijeron : «Es el módico.» Mi padre
preguntó a un profesor: «¿Qué ha sucedido?»
«Le ha pasado la rueda poi* el pie»,
respondió. «Se ha roto e! pie—dijo otro—.
Era un muchacho de la clase segunda, que
yendo a la escuela por la calle de Dora
Grosa, y viendo a un niño de la primera
elemental, escapado de la mano de su madre,
caer en medio del arroyo a pocos pasos de un
ómnibus que se echaba encima, acudió
valientemente en su auxilio, lo cogió y lo
puso en salvo; pero no habiendo estado listo
para retirar el pie, la. rueda del ómnibus
le había pasado por encima. Es hijo de un
capitán de artillería.» Mientras nos contaba
esto, entró, como loca, una señora en la
habitación, abriéndose paso: era la madre de
Roberto, a la cual habían llamado; otra
señora salió a su encuentro, y, solla-zando,
le echó los brazos al cuello: era la niadre
del otro niño, del salvado. Ambas entraron
en el cuarto y se oyó un desesperado grito:
«¡Oh, Roberto mío, hijo mío!» En aquel
momento se detuvo un carrua-
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