Domingo
lunes
Martes
Miércoles
Jueves
Viernes
Sábado
Domingo |
Ya no
hay ángeles de anchas alas blancas
paseando sobre andas, adornadas con
flores y con palmas.
Las gentes que de cantones lejanos
vinieron a congestionar la ciudad y
a lucir estrenos, ya tomaron de
nuevo los polvorosos caminos
buscando el alero hogareño.
Las imágenes de los santos están de
nuevo quietas en sus hornacinas, o
enmarcadas en sus altares.
Los devotos han suspendido sus
largos y pacientes rezos y el templo
está enmudecido. |
|
|
Imágenes
de San Juan, Virgen Maria de la
Soledad y San Pedro,
previa la procesión de Sábado Santo
en 1982 |
|
No lo suben de rodillas los que ayer rezaban
vía crucis, ni lo iluminan los millares de
velas que ponían las mujeres en los
candelabros del Viernes.
El comercio ha abierto otra vez sus puertas
cerradas y las gentes han vuelto al
cotidiano ajetreo de lo tuyo y de lo mío.
Este es un día intermedio entre el gran
dolor del Viernes Santo y la alegría del
Domingo Pascual. Va encajonado entre la gran
solemnidad del Santo Entierro y la alborada
bulliciosa del Resucitado.
Pero todavía la ciudad está de duelo y los
trajes enlutados abundan en todas las
calles.
Las matracas tartamudean desde las altas
torres y las carracas les hacen coro para
darles mayor prestigio.
Llaman al os fieles para el rosario de la
noche, mientras duermen todavía las campanas
que han silenciado sus lenguas de bronce.
Solitarias y vestidas de luto están en la
Parroquia las imágenes de María, la madre
atormentada, y de Juan, el hijo dilecto.
Y como vio Jesús a su Madre y al discípulo
que él amaba, que estaba presente, dice a su
Madre: Mujer he ahí a tu hijo. Después dice
al discípulo: He ahí a tu Madre.
Esta noche van a trasladarse a su retiro en
la Iglesia del Carmen y ese traslado
melancólico y lento es la famosa procesión
del Silencio.
|
No
hay música en este desfile nocturno,
casi únicamente femenino.
Va silencioso, dolorido, iluminado
apenas por unas cuantas farolas
izadas sobre astas y entre las
cuales parpadean y se derriten las
velas de cera. Es una procesión
triste y desteñida pero que llega
hasta el fondo del corazón. Es
fúnebre, es lenta, es doliente.
Sólo tres niñas de la ciudad
participan en ella jugando el rol de
las Tres Marías.
Vestidas de negro llevan en sus
manos, una la corona d espinas que
le pusieron a Jesús en el Pretorio.
Otra la esponja con que le dieron a
beber hiel y vinagre y otra los
clavos con que sujetaron a la cruz
las carnes atormentadas del
crucificado de Nazareth. |
|
|
|
Cortejo que precede la Procesión del
Encuentro Santo en Heredia en 1985 |
Estas
Tres Marías son: María Salomé,
María, esposa de Cleofás y María
Magdala. Ellas le habían seguido
desde Galilea, a lo largo de los
caminos polvorosos y bajo los soles
caliginosos. Y con él llegaron hasta
el pie de la cruz, en el monte de
las calaveras y estuvieron cosidas a
él presenciando el horrendo crimen.
Y
allí se postraron hasta que Josef de
Arimathea, senador noble, vino y
pidió a Pilatos el cuerpo de Jesús.
Y Pilatos se maravilló de que ya
fuese muerto y haciendo venir al
centurión, preguntóle si era ya
muerto. Y enterado del centurión,
dio el cuerpo a Josef.
Estas nobles y silenciosas Marías,
leales a Jesús, compraron drogas
aromáticas para venir a ungirle y
dispusieron sus manos afanosas para
arropar su cuerpo en una sábana y
ayudaron a situarle en un sepulcro
que estaba cavado en una peña, y
revolvieron una piedra grande para
cubrir la entrada. |
El
hueco oscuro y triste,
con luz de eternidad,
donde ha llorado tanto
La flaca humanidad.
La cavidad desnuda,
Que ocupara tres días
El Maestro de los maestros
De las filosofías”.
|
|
Esta de acá
es María de Salomé, esposa de Zebedeo, madre
de Juan y de Jacobo. Ella ha seguido a Jesús
abstraída y absorta en sus prédicas y
encantada de repetir a otros las parábolas
de Jesús de que ella se siente como si fuera
dueña.
Zebedeo es indiferente a estas nuevas
doctrinas que le parecen cosa imposible de
vivir en lo real. Pero Salomé no piensa en
esta vida sino en la vida eterna donde todo
es hacedero.
Y mientras Zebedeo habla del camello que
comprara en la última feria, y corta el
queso de su cabra recién parida, Salomé
empuja a sus hijos tras las huellas del
Maestro, iluminada por el dolor y el
renunciamiento.
Ella ha vivido el milagro de Bethsaida
cuando un rosal muerto por la secana fue
mirado con ojos de piedad por el pálido Rabí
y empezó de nuevo a florecer y a llenarse de
hojas, como sí fuese recién sembrado.
Ella supo también, porque Pedro se lo ha
referido, que en Betfagué maldijo una
higuera y de inmediato secóse toda en sus
hojas y en sus tallos para nunca más dar
fruto.
Por eso se
allegó al Maestro cuando subía hacia
Jerusalén con sus dos hijos apretados bajo
sus brazos.
Y Jesús la miró larga y dulcemente porque
sabía cuanta lucha tenía aquella buena mujer
para desprenderse de aquellos dos hombres
nacidos de su entraña, hijos de Zebedeo. Y
entonces le dijo: ¿Qué quieres mujer?
Y díjole ella: Di que estos mis dos hijos se
sienten en tu reino, uno a tu diestra y otro
a la siniestra. Y respondiendo Jesús dijo:
No sabéis lo que demandáis. Podéis beber el
cáliz que yo tengo de beber? Y con el
bautismo, con que yo soy bautizado, ser
bautizados? Dicenle: Podemos. Y díceles:
Beberéis bien mi cáliz y con el bautismo,
con que yo soy bautizado, seréis bautizados,
pero el asentar a mi diestra y a mi
siniestra no es mío darlo, pero será de
aquellos a los cuales lo tiene aparejado mi
Padre.
Y oyendo esto
los diez se indignaron de los dos hermanos;
y llamándolos Jesús dijo: Ya sabéis que los
príncipes de las gentes se enseñorean, y los
que son grandes se apoderan de ellas. No
será de esta manera entre vosotros y el que
querrá ser primero, sea vuestro siervo; así
como el hijo del hombre no vino a ser
servido sino a servir y a dar su ánima en
rescate por muchos”.
Esta otra de más allá es María, esposa de
Cleofás, el anciano achacoso de barbas
blancas que, encorvado sobre su bordón
apenas puede tomar el sol en las callejas de
su huerto en Genezareth.
Sentado en un banco de olivo trabaja las
sandalias de su esposa con la piel de
cordero que él mismo ha curtido, y su barba
luenga de patriarca, blanca como el vellón
de los corderillos, se agita con el viento
salobre que llega de lejos. |
|
|
Sus
ojos apagados se llenan de luz,
siempre que la cabellera, negra y
matosa de María, perfumada de
ungüentos, cae sobre sus hombros
para acariciarle.
El buen viejo es hermano de Josef,
el carpintero de Nazareth que vio
hincharse el vientre de su esposa
con el fruto del Espíritu Santo.
Esta María, mujer de Cleofás, ha
oído las palabras del Maestro y le
ha entregado el más rico presente:
sus hijos Judas y Santiago.
Judas es fuerte y andariego y sus
piernas vellosas soportan las
grandes jornadas por los caminos
llenos de arena y riscos, tendidos
entre los pueblos donde Jesús va
predicando. Santiago es flébil, como
una caña y su palidez de cirio hace
temer a su madre, pero ella junta
sus manos y exclama: Jesús lo ha
llamado y han de estar a su vera. Si
les faltaran fuerzas en las piernas,
hay abundancia de ella en el
corazón.
Para eso se quedan en casa, con ella
y con el viejo Cleofás, sus otros
dos mancebos: Simón y Josef, que son
fuertes como los bueyes que arrean
sobre la tierra de su heredad.
Ellos trabajaran por los que siguen
con el Maestro su camino de
renunciamiento.
Jesús ha dicho: “Aquel que dejase
padre y madre, mujer, hijos y
hacienda por seguirme, recibirá
ciento por uno y poseerá la vida
eterna.”.
El
Maestro pasará esta tarde por
Bethsaida y los tres: María de
Cleofás y sus hijos labradores:
Simón |
Vitral que muestra a La Magdalena
aromatizando
los
pies de Jesús. Vitral de Catedral
Metropolitana |
|
y
Josef, fuéronse alejando hacia
Bethsaida para oír al Señor y ver a
sus hermanos Santiago y Judas, que
ya estaban consagrados a su servicio
de apostolado.
En la
tarde María regresó y Cleofás se
adelantó, tembloroso y tardo, para
recibirla y le cogió la cabeza entre
sus brazos sarmentosos para besarle
la frente.
¿Dónde están los mancebos?,
preguntó, y María limpióse los ojos
con la manga de su sayo y díjole:
Ya no han de volver Simón y Josef,
hánse quedado también al servicio
del Señor. |
|
los hemos
perdido nosotros, pero no por causa de
muerte, sino de vida porque los ha ganado el
Maestro. Cuatro son ya los hijos que hemos
dado a la tropa de Jesús y si seis tuviera
seis varíale dado.
Cleofás suspiró profundamente entristecido,
como si quisiese absorber el aire tibio en
que todavía estaba fresco el aroma de
mocedad de sus hijos idos, y dio
asentimiento.
Quedóse esa tarde mirando la vereda por la
que se fueron y, cuando entró la noche,
cerró la puerta de su casona con esta
oración en los labios tostados: Alabado sea
Dios.- |
Estando Jesús
en Bethania, en casa de Simón el Leproso y
asentado a la mesa, vino una mujer, bella
como ninguna otra lo fuera, con ojos de
infinita pasión y cabellera negra y
ondulante como una cascada de ébanos.
Bajo los pliegues de su túnica, temblaron
como palomas asustadas, las maduras maznas
de sus senos.
Esta es María venida de Magdala, dijeron las
gentes. Y como la cena fuese ya acabada,
llegó sosteniendo una ánfora de alabastro
llena de ungüento de espique, de mucho
valimiento y lo derramó sobre la rubia
cabeza del Rabí. Y enjugóle también los pies
con la seda de su cabellera. Rompió luego el
cántaro y toda la sala se llenó de fragancia
y las ropas de todos se saturaron de ella. |
Judas, que
era el tesorero del grupo de los Apóstoles,
acercóse a mirar el bálsamo derramado y el
ánfora rota y, pensando congraciarse con el
Maestro, que hacía botos de pobreza, enojóse
dentro de sí y comenzó a decir:
¿Para qué se ha hecho esta perdición? Mas de
una libra de ungüento se ha derramado y bien
pudiera ser vendido por más de trescientos
denarios y dado a los pobres.
Juan, el Preferido, hijo de María Salomé,
miró a Judas con enojo de descontento y los
labios de Magdalena se plegaron en un gesto
de repugnancia y, alzándose de hombros, se
dio vuelta rápida, mostrándole sus
magníficas caderas y el limpio blancos de
sus dientes.
Jesús que miraba todo esto, habló diciendo:
Judas, Judas, ¿Por qué das pesadumbre a esta
buena mujer? Buena obra ha de cierto obrado
en mí, porque a los pobres siempre los
tendréis con vosotros y a mí me perderéis en
breve.
¿No ves que esas manos que han hecho ternura
en mí, se adelantan a ungir mi cuerpo para
el sepulcro?
Estas tres mujeres, fuertes en el dolor,
abnegadas en la dación y leales hasta la
muerte con el Maestro, son las que,
llorando, llegaron hasta el pie del madero y
allí permanecieron postradas, sin contar
horas. Sobre sus nobles cabezas llovieron
las gotas de sangre del Rey de los Judíos,
herido por tantos golpes y destrozado por
Longino.
Ellas pusieron sus labios sobre los pies
traspasados por el tremendo clavo y bebieron
en esa fuente de humildad el divino licor,
como un vino de eternidad.
Tomad y bebed que esta es mi sangre, en
espíritu y en verdad. |
|