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JUEVES SANTO |
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Los
Apóstoles.–El Lavatorio.–La Caña Sagrada |
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Domingo
lunes
Martes
Miércoles
Jueves
Viernes
Sábado
Domingo |
ESTE DE HOY ES JUEVES
SANTO. Día de toda santidad.
Jesús a dicho a sus discípulos: Asentaos aquí
mientras que yo vaya a orar allá.
Y tomando a Pedro y a los hijos de Zebedeo comenzó a
entristecerse y acongojarse.
El Maestro levantó sus manos, casi transparentes,
hacia el cielo limpio y dijo.
Triste está mi alma, hasta la muerte. Quedaos aquí y
velad conmigo, y andando unos pasos se postró en
tierra oprimiendo su rostro sudoroso y ajado por el
polvo entre sus manos que curaban la lepra y
devolvían la vista a los ciegos.
Padre mío, aparta de
mí este cáliz de amargura, mas si es preciso que lo
beba, hágase, Señor, tu voluntad que no la mía.
Y, cuando finó su oración, vino y los halló
durmiendo y dijo a Pedro: ¿Por qué duermes y no has
podido velar una hora? Velad y orad para que no
entréis en tentación, porque el espíritu a la verdad
es presto, mas la carne es flaca.
Yo fui de niño, a acompañar al Buen Jesús es ese
Huerto de Getsemani y a postrarme de rodillas
besando la dorada orla de sus vestidos para
santificar mis labios.
En la mañana de un
Jueves Santo, como éste, mi madre me bañó todo
entero, con agua tibia, pero, especialmente, fregóme
las piernas con una perfumada pastilla de jabón y un
suave paño de hilo azul bordado en rosas.
Luego dióse al empeño de recortarme las uñas de los
pies con cuidados inauditos, limando excoriaciones,
emparejando cortes, limpiando hendeduras con
paciencia ejemplar.
Después, ella misma
una pierna y una tía la otra, me frotaron ungüentos
aromáticos y bañaron mis consentidos pies con un
baso de loción. Nunca me dieron antes tamañas
atenciones.
Me calzaron unas sandalias rojas, atadas con cintas
de seda que me subían por las pantorrillas
entrecruzándose suavemente.Me levantaron en vilo
para que no ensuciase las suelas de aquellas
sandalias que iba a estrenar. Pusiéronme una túnica
de sedas multicolores y atáronla a mi cintura con un
cordón dorado que llevaba en los extremos borlas que
parecían cosa de reyes. |
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Imagen del Cristo
de los azotes de 1.50 mts de altura y de escuela
guatemalteca, perteneciente a la Iglesia del Carmen
en Heredia. |
Con esa indumentaria, casi romana y casi campesina,
me trasladaron al templo porque yo iría en calidad
de Apóstol a acompañar al Nazareno. Sentaron me con
otros muchachos coetáneos en sendos sillones de
peluche y pana, recamados con guarniciones doradas. |
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Mi padre, que hasta
entonces no había metido mano en nada, me informó al
oído, quizás que me mantuviese quieto o para que me
hiciese cargo de mi elevada posición, que esas
butacotas habían sido traídas del Palacio Municipal.
Allí estaban Oscar Pacheco y Juan Rodríguez y Emilio
González, los compañeros de armas en los juegos de
rayuela y en el baile de los trompos y los
compañeros de fatigas en la suma de quebrados y en
la conjugación de los verbos. |
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Nos mirábamos de
reojo, con satisfacción íntima, pero no nos era
dable cruzarnos palabras, porque así nos lo habían
advertido las gentes de sacristía.
Yo de hito en hito miraba a la multitud que llenaba
el templo y, desde mi alto sitial, la consideraba
como gente plebeya y casi insignificante en relación
con mi alto rango en aquel rol de Apóstol del
Maestro. Pero cuando en verdad se me subió en humo a
la cabeza fue en el momento en que, el señor
Cura, |
El ritual del
Lavatorio de los Pies en Jueves Santo es una
de las pocas tradiciones que se mantienen
vivas en nuestro país. 2000. SBF |
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agobiado bajo el peso de su
vistosa casulla, ilustrada con bordados de oro, y el
señor Gobernador de la Provincia, con la majestad de
sus barbas entrecanas, donde sobraba pelo, y la
solemnidad de su calva espejeante, donde no había
ninguno, se pusieron de rodillas junto a mí.
El uno llevaba una
aljofaina brillante de porcelana, que contenía agua
con pétalos de rosas, el otro una toalla bordada de
flores azules y olorosa a azucenas. Entre los dos
personajes, los más altos de toda la Provincia, se
apoderaron de mi pie derecho. Lo lavaron una vez más
y lo enjutaron con tan delicado esmero que sentí
vergüenza por cuanto estaba sucediendo. |
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Era la ceremonia del
lavatorio. Aquellos hombres, toda santidad el uno,
todo gobierno el otro, daban testimonio de infinita
humildad prosternándose de rodillas y lavándole los
pies a un niño pobre y sin merecimiento, como yo.
Entonces comprendí la
razón del cuidadoso afán de mi madre en limpiar mis
plebeyas extremidades, en aquel Jueves Santo, como
nunca en otro día del año y entendí también cuán
alto era mi privilegio de poder estirar el pie
desnudo para que aquellos hombres meritísimos lo
limpiaran.
Tan abstraído y abismado estaba en tantas
reflexiones que casi caigo de la silla cuando oí
alboroto de armas y vocerío irrespetuoso en la
tranquila nave.
Dice San Marcos: “Y vino Judas, que era uno de los
doce y con él una compañía con espadas y palos que
llegaban de parte de los Príncipes de los Sacerdotes
y de los escribas y de los ancianos.
Y el que le entregaba les había dado señal común
diciendo: al que yo besare es, prendedle y llevadle
con seguridad. |
Y como vino, se acercó presto a Jesús y le dice:
Maestro, Maestro, y le besó.
Entonces ellos echaron sobre él sus manos y le
prendieron”.
Esos judíos eran unos cuantos muchachotes del pueblo
que hacían el papel de sayones para servicio de la
Iglesia y realce del recuerdo, tal como hacía yo mi
papel de Apóstol.
En mangas de camisa, con sombreros a la Pedrarias
Dávila, encintados de rojo vivo, con unas caras de
descaro, como de gente sin entrañas. Venían armados
de fusiles y de espadas y haciendo ruido de espuelas
sobre el mosaico del templo, al son de un
tamborcillo de pellejo.Yo sentí odio profundo por aquellos facinerosos que,
desde el fondo de mi ánimo, maldecía. Pero, el dolor
más grande de ese día lo tuve cuando me percaté de
que, entre la tropa desvergonzada e insolente, iba
un hermano de mi padre con la cara orgullosa y con
satisfacción descarada porque podía entrar al templo
con el sombrero encasquetado y con el ala recogida
en son de desafío.
Desde aquella fecha odié profundamente a mi tío
hasta que ya crecido, me movieron a convicción de
que su papel era en servicio de la Iglesia, para
realce de los homenajes y que, precisamente con ello
iba pagando una promesa por no sé qué bien
recibido... |
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Jesús
Nazareno de talla guatemalteca en custodia
de la Parroquia La Inmaculada |
Porque dice San Mateo: “Y la tropa de soldados
tomaron a Jesús en el pretorio, allegaron a él toda
la compañía y vistiéndolo, lo envolvieron en un
manto de púrpura y tejiendo una corona de espinas,
la pusieron sobre su cabeza y una caña en su diestra
mano y arrodillándose en su presencia, hacían burla
de él diciendo: Ave, Rey de los Judíos. Y,
escupiendo en él tomaban la caña y heríanlo en la
cabeza”.
Esta caña que por cetro pusieron a Jesús, y con la
cual le golpeaban sin piedad trae a mí un dulce
recuerdo de infancia.
Una Semana Santa, miércoles por la tarde, yo fui,
siendo niño, y descendí por los ribazos del río
Pirro, con el señor Sacristán de la Parroquia para
cumplir una delicada y santa comisión:
Íbamos a cortar una caña brava. La más erecta, la
mejor, la más gorda, para ponerla en manos de Jesús
el Jueves Santo. |
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Habrían de pasearlo, vestido de loco, con una caña
en la mano y un manto de púrpura en los hombros.
Era la más delicada comisión en que, hasta entonces,
había empleado mi vida. No era yo quien había
recibido el encargo, era el señor Sacristán de la
Parroquia. Pero él, por una deferencia que todavía
agradezco, me hacía partícipe de su gloria y me
llamaba para que lo acompañase. Yo era entonces rata
de sacristía.
Cortó la caña él y yo propuse llevarla.
Era un justo deseo, apretar en mis manos la caña que
habría de apretar en las suyas el mismo Nazareno. |
Procesión
del Santo Encuentro en 1960 en la ciudad de
Heredia |
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Pero el señor Sacristán de la Parroquia, tal vez
pensaba lo mismo, y lo enternecía, de igual manera,
aquella humilde caña brava. |
Me la Negó.
–Usted la quiebra, estas cañas son como vidrio.
Lo dijo secamente, pero luego agregó, para
consolarme:
–Como usted está pequeño, la puede quebrar.
Y la levantaba en alto para librarla, para que la
caña pasase por los recodos del atajo sin
estropearse.
El pobrecillo, al pesar mi tristeza, añadí, matando
escrúpulos:
Se puede resbalar, esto está como un pan de jabón. |
Yo marchaba detrás, resignado, casi convencido de
que tenía razón el señor Sacristán de la Parroquia.
De cuando en cuando mis manos intervenían en el
negocio y acariciaban las hojas de la caña, para
librarlas del contacto con la maleza unas veces, las
más para bendecidme, como si esa humilde caña, ya
cortada con místico destino, tuviese la virtud de
santificarme.
Y el Jueves, en plena procesión, yo alzaba los ojos
para mirar al santo, levantado en su peana sobre los
hombros de los devotos, y miraba con más fervor la
caña que la imagen. Todo estaba envuelto para mí en
un velo de santidad, todo ennoblecido por una luz de
beatitud, que me deslumbraba, pero la caña tenía
algo más. Yo la había visto cortar, yo había venido
a traerla a Pirro y eso la ataba a mí con viva
fuerza espiritual.Un día antes yo la había hecho trizas, sin
importarme un comino: la había despedazado con el
cuchillo como cosa vulgar y la había arrastrado por
el sendero, complacido en verla rota y llena de
lodo.
Ahora tenía que defenderla, rodearla de toda
ceremonia. De humilde caña insignificante había
pasado a ser, por milagro de aquel cuchillo del
señor Sacristán, la caña sagrada, la caña única, que
habría de simbolizar la locura y el escarnio con que
el pueblo judío hacía mofa del buen Jesús.
No cabía de gozo al contemplarla y me parecía que
todas las personas ponderaban la caña como la más
hermosa, como la más erecta, como la más linda caña
que hubiesen visto nunca |
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Historia de La
Regina Martiryum |
Y, con inocente preocupación de niño bueno, miraba a
las personas que se movían a mi lado, como esperando
que alguna se me señalase con el dedo para mostrar a
las gentes al niño que había ido a buscar la caña a
Pirro.
Después, convencido de que aquel trabajo estaba
ignorado de todos, que a nadie interesaba, sentía
gran deseo de gritar a voz herida:
–Señores, yo fui quien trajo la caña.
Pero, al irla a quitar, la carota roja y sudorosa
del señor Sacristán, que dirigía la procesión, se
interponía.
Entonces yo, como avergonzado pensaba:
–Es decir... yo ayudé... yo fui en compañía del
señor Sacristán de la Parroquia.
Procesión en la Parroquia de
Barva► |
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